lunes, 3 de diciembre de 2012

A qué hueles?

Dra. Nora Mujica Trenche

Lucas 7:37-38  “Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa del fariseo, tajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume”.

¡Hay que ser atrevido o ignorante para hacer una cosa como esa!  Especialmente cuando no hemos sido invitados a cenar.  Sin embargo, a la mujer pecadora no le importó entrar a la casa del fariseo porque no le interesaba la comida sino llegar hasta Jesús.  La mujer era de la ciudad; posiblemente tenía qué comer, pero había una cosa que ella no podía satisfacer por sí misma y era llegar hasta Jesús para entregar su quebranto. Tal vez ella hubiera podido invitar a Jesús a su casa, pero no se atrevía.  Al ver que Jesús entró  a la casa del fariseo, un hombre tan pecador como ella, entonces cobró ánimo, venció su vergüenza y se acercó.  “Si Jesús entra a la casa de este fariseo y come con él, de seguro no me rechazará; pero no soy digna de sentarme a la mesa. Mi lugar es detrás de sus pies”.  Es que el lugar de todo pecador que se encuentra con Jesús no es ni siquiera frente a él, sino a los pies de él.  La mujer que padecía del flujo de sangre tocó el manto de Jesús por detrás de él.  Jesús la notó y le dio salvación y sanidad.

A la mujer pecadora no le importó quién estuviera en la casa del fariseo.  No le importó lo que dijeran de ella.  Solo miró a Jesús y sabía que quería llegar a él.  Al llegar hasta Jesús, lavó con sus lágrimas los pies del Señor y quebró su vida, todo lo que había dentro de ella. No pidió nada.  Solo le adoró con su llanto, sus besos y su perfume.  ¿A qué podía oler esta mujer? A pecado, seguramente.  Al menos esto fue lo que vio el fariseo.  Más a Jesús le olía a salvación; sacrificio  vivo delante de él.  “Porque si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si mure, lleva mucho fruto” (Juan 12:24)

Cuando somos conmovidos por el amor de Dios, somos confrontados tanto con nuestro pecado como con nuestra naturaleza pecaminosa.  Cuando sabemos que Jesús está sentado a la mesa, en lugar de sentarnos a comer con él, nuestra convicción de pecado nos lleva de cabeza a sus pies, sin importar quién esté delante o qué puedan decir los demás.  Ya lo sabemos, somos pecadores, y nuestra posición es estar detrás de los pies de Jesús implorando misericordia y reconociendo su señorío.  Podemos quebrar nuestro frasco de perfume delante de él, sabiendo que a los demás le olerá a pecado pero a Cristo le olerá a sacrificio, a humillación, a adoración.  “Un corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17)

¿Cuál será la respuesta de Jesús? Ciertamente no nos echará de su lado.  Más bien, honrará las lágrimas de humillación y purificación.  Honrará la valentía y rendición de aquel que reconoce su posición delante de él… porque sabe que somos polvo, y como el polvo, nuestro lugar está en la tierra. 

Al enfrentarse a la cruz, Jesús se entregó a su encomienda y quebró su frasco, por amor.  Como hombre, Dios se despojó de su gloria para acercarse a nosotros, pero no dejó de ser Dios.  Su gloria estaba contenida en Jesús, y ese frasco necesitaba ser quebrado para que la Humanidad pudiera oler el perfume del amor divino.  Mientras caminó entre los hombres dejó sentir su aroma.  Pero en la cruz, quebró todo el frasco, y el olor de su amor infinito y eterno se regó por el mundo hasta el día de hoy.


¿De qué nos sirve guardar nuestro perfume en un frasco? Si no se quiebra, ni nosotros ni los demás disfrutaremos de su olor. El perfume nuevo destila olor agradable a los sentidos. El perfume viejo pierde su fragancia original y no agrada. 

Si quiebras tu frasco de perfume… ¿a qué hueles?