Lucas 7:37-38 “Entonces una mujer de la ciudad, que era
pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa del fariseo, tajo un frasco de
alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a
regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus
pies, y los ungía con el perfume”.
¡Hay que ser
atrevido o ignorante para hacer una cosa como esa! Especialmente cuando no hemos sido invitados
a cenar. Sin embargo, a la mujer
pecadora no le importó entrar a la casa del fariseo porque no le interesaba la
comida sino llegar hasta Jesús. La mujer
era de la ciudad; posiblemente tenía qué comer, pero había una cosa que ella no
podía satisfacer por sí misma y era llegar hasta Jesús para entregar su
quebranto. Tal vez ella hubiera podido invitar a Jesús a su casa, pero no se
atrevía. Al ver que Jesús entró a la casa del fariseo, un hombre tan pecador
como ella, entonces cobró ánimo, venció su vergüenza y se acercó. “Si Jesús entra a la casa de este fariseo y
come con él, de seguro no me rechazará; pero no soy digna de sentarme a la
mesa. Mi lugar es detrás de sus pies”.
Es que el lugar de todo pecador que se encuentra con Jesús no es ni
siquiera frente a él, sino a los pies de él.
La mujer que padecía del flujo de sangre tocó el manto de Jesús por
detrás de él. Jesús la notó y le dio
salvación y sanidad.
A la mujer
pecadora no le importó quién estuviera en la casa del fariseo. No le importó lo que dijeran de ella. Solo miró a Jesús y sabía que quería llegar a
él. Al llegar hasta Jesús, lavó con sus
lágrimas los pies del Señor y quebró su vida, todo lo que había dentro de ella.
No pidió nada. Solo le adoró con su
llanto, sus besos y su perfume. ¿A qué
podía oler esta mujer? A pecado, seguramente.
Al menos esto fue lo que vio el fariseo.
Más a Jesús le olía a salvación; sacrificio vivo delante de él. “Porque si el grano de trigo no cae en tierra
y muere, queda solo; pero si mure, lleva mucho fruto” (Juan 12:24)
Cuando somos
conmovidos por el amor de Dios, somos confrontados tanto con nuestro pecado
como con nuestra naturaleza pecaminosa.
Cuando sabemos que Jesús está sentado a la mesa, en lugar de sentarnos a
comer con él, nuestra convicción de pecado nos lleva de cabeza a sus pies, sin
importar quién esté delante o qué puedan decir los demás. Ya lo sabemos, somos pecadores, y nuestra
posición es estar detrás de los pies de Jesús implorando misericordia y
reconociendo su señorío. Podemos quebrar
nuestro frasco de perfume delante de él, sabiendo que a los demás le olerá a pecado
pero a Cristo le olerá a sacrificio, a humillación, a adoración. “Un corazón contrito y humillado no
despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17)
¿Cuál será la
respuesta de Jesús? Ciertamente no nos echará de su lado. Más bien, honrará las lágrimas de humillación
y purificación. Honrará la valentía y
rendición de aquel que reconoce su posición delante de él… porque sabe que
somos polvo, y como el polvo, nuestro lugar está en la tierra.
Al enfrentarse a
la cruz, Jesús se entregó a su encomienda y quebró su frasco, por amor. Como hombre, Dios se despojó de su gloria
para acercarse a nosotros, pero no dejó de ser Dios. Su gloria estaba contenida en Jesús, y ese
frasco necesitaba ser quebrado para que la Humanidad pudiera oler el perfume
del amor divino. Mientras caminó entre
los hombres dejó sentir su aroma. Pero en
la cruz, quebró todo el frasco, y el olor de su amor infinito y eterno se regó
por el mundo hasta el día de hoy.
¿De qué nos
sirve guardar nuestro perfume en un frasco? Si no se quiebra, ni nosotros ni
los demás disfrutaremos de su olor. El perfume nuevo destila olor agradable a
los sentidos. El perfume viejo pierde su fragancia original y no agrada.
Si quiebras tu
frasco de perfume… ¿a qué hueles?